Estaba enamorado de su silueta y de todo lo que esta encerraba; su forma de ver el mundo como si lo acabara de conocer y sus ademanes infantiles recorriendo mi cuerpo en forma de caricias curiosas y cuando comía era todo un evento, al verla saborear sus alimentos como si fuera el último platillo de su vida, la mirada extasiada y los labios embadurnados en un caldo severo que luego se hacía limpiar con la lengua: magnífico.
Siempre me gustó regalarle chocolates o sorprenderla con dulces para que me esperara, que esperara mi visita y esperara que le trajera alguna maravilla del mundo exterior que era tan asombroso para ella, tan fresco. Era como un bebé grande, largo, exitante y exquisito, amoldado a la perfección... y yo era su fiel ciervo, dispuesto a darle el mundo por un beso y un abrazo, por dejarme quitarle los zapatos escolares y las calcetitas y después besarle los pies, tan puros como nada en este mundo, un esclavo que vendía su alma a ella por sólo verla hablar de sus vivencias escolares, de las vicisitudes de su redonda y nada complicada vida.
Sentir su mano entrelazada con la mía era paz, su cuerpo enredado en el mío: la felicidad abierta y sin salida, quería llevarla a la punta del mundo en las noches y regresarla a casa la mañana siguiente, dormir sobre su pelo enredado y cepillarselo a pesar de sus berrinches, lavarle la cara ruborizada por el calor, subir la líbido junto con su vestido a cuadros...
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