Trabajábamos juntas, la veía poco. La creía trivial y ella me percibía divertida, efervescente. Nunca hablábamos de cosas serias: todo era música, alcohol, bromas. Durante meses la hice reir tanto y veía su sonrisa grande, silenciosa, platinada. Poco a poco empecé a extrañar, a necesitar, querer. Disfrutar, más que nada. Me esforcé. Tiempo después no sólo fue su risa, era ella. Comencé a quererla junto a mí, sentir celos, querer estar en su atmósfera, la evocaba más de lo que podía controlar. Era de suponerse, vinieron los encuentros por donde fuera, como fuera. Ella me tocaba con deseo, y yo la tocaba con curiosidad, insegura pero muy extasiada. Vertiginosamente en armonía, la sentía cerca y quería aún más. Quería estar siempre escondida, detrás de un almacén, de una barra, cuando alguien se distrajera. Haciéndola reir. Ahora sin hablar. Nos seducíamos la una a la otra, y a nosotras mismas. Sensaciones y deseos que no había siquiera imaginado, y a los cuales no quería detener. Sentir su mano hurgando en mi pantalón enfrente de todos sin ser vistas, un beso húmedo casi instantáneo, siempre escondido, y la abrazaba fuerte, ella aún más.
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